
LAS VÍCTIMAS DEL TERROR Y DEL OLVIDO
Manuela Martín, BadajozETA nunca ha cometido un
atentado en Extremadura,
pero entre los 817 muertos
que ha causado a lo largo de
su sangrienta historia, 53 habían
nacido en esta comunidad. La
mitad de los asesinados eran guardias
civiles, 28 agentes muertos
en atentados ocurridos en el País
Vasco, en Cataluña y en Madrid;
la banda terrorista ha matado
también a nueve policías extremeños,
a dos policías municipales
y a un militar. Pero no sólo han
caído asesinados miembros de las
fuerzas de seguridad. Esa lista la
completan trece civiles. Desde
José Píriz, un niño 13 años que
volvía un sábado por la mañana
de jugar al fútbol en Azcoitia y le
dio una patada a una bolsa que
escondía una bomba, hasta una
anciana de 78 años, Maudilia
Duque, que vivía con su hija y su
yerno, guardia civil, en el cuartel
de Vic, cuando ETA lanzó un
coche bomba al patio y mató a diez
personas.
Datos inexistentes
A lo largo de los casi cuarenta
años de historia de ETA, este
periódico ha ido publicando ese
rosario de muertes. Una visita a
la hemeroteca de HOY, y especialmente
a los ejemplares de los
años 80, pone los pelos de punta
al comprobar lo cotidianos que
eran los atentados y las veces que
se repetía el mismo titular en portada:
«Otro extremeño asesinado
por ETA» Y junto a esta frase, la
foto de un coche bomba, o el cuerpo
abatido a tiros de una persona.
Sin embargo, la memoria, también
la de los periodistas, es frágil
y cuando ETA anunció el pasado
22 de marzo un alto el fuego
permanente y quisimos hacer un
balance de las víctimas extremeñas,
nos dimos cuenta de que no
existía ningún recuento oficial.
Publicamos los datos que nos
aportó la Asociación de Víctimas
del Terrorismo en Extremadura, que tiene contabilizados a 17
muertos. Al día siguiente, lectores
de HOY nos llamaron recordando
nombres de otros fallecidos
que no habíamos recogido.
Era evidente que faltaban víctimas,
pero no sabíamos cuántas,
y nos propusimos recuperar sus
nombres, sus biografías, las circunstancias
en que les habían
arrebatado la vida. Nuestro desconocimiento
de cuántos extremeños
habían sido asesinados por
ETA era la prueba más palpable
de ese olvido a que se les condenó
durante tantos años.
Repasar periódicos viejos en
busca de los muertos por acciones
terroristas es como entrar en la
casa de los horrores: la frecuencia
de los atentados era tal y tanta la
brutalidad que sorprende cómo los
españoles pudimos aguantar tantos
años sin rebelarnos. Todos nos
acordamos del asesinato de Miguel
Ángel Blanco y, quienes superamos
los 40, del atentado contra
Carrero Blanco, ¿pero cuántos
españoles recuerdan que el primer
muerto por ETA fue el guardia
civil José Pardines, nacido en La
Coruña y asesinado el 7 de junio
del 68 en Villabona?
Guardias jóvenes
Tampoco habrá muchos extremeños
que guarden memoria de
que en vísperas de la muerte de
Franco, en plena marcha verde en
el Sahara, ETA asesinó a dos guardias
extremeños, Esteban Maldonado,
de 20 años, y Juan José
Moreno, de 26. Eran los primeros
de una lista que termina con el
sargento de la policía local Alfonso
Morcillo, asesinado en San
Sebastián el 15 de diciembre de
1994, y con el policía Domingo
Durán, muerto el 7 de marzo de
2003 a consecuencia de las graves
heridas que sufrió en un atentado
en 1995. Entre esos cuatro nombres,
hay veinte años de distancia
y ese más de medio centenar de
muertos arrumbados en el olvido.
Son, la mayoría, personas muy
jóvenes, guardias y policías recién
salidos de la Academia, con 20, 24,
30 años... Muchos con hijos pequeños,
o con mujeres que esperaban
un niño. Hay nombres extremeños
entre las víctimas de algunos
de los atentados más sangrientos,
como el del cuartel de Vic (Barcelona),
en 1991; o los de Plaza de
la República Dominicana y Juan
Bravo, en Madrid, contra autobuses
de guardias, en el año 91. O el
de Sabadell, en el 90, con seis policías
muertos, tres de ellos extremeños.
Todos realizados con
coches bomba cargados con decenas
de kilos de goma-2 para producir
cuantas más víctimas mejor.
Abundan también los atentados
cometidos en cualquier pueblo
o en cualquier carretera del
País Vasco: un artefacto disimulado
en la cuneta que explota al
paso del Land Rover de los guardias.
O un ametrallamiento a un
grupo de agentes en un bar. O lisa
y llanamente un terrorista que les
sigue a la salida del cuartel, o de
casa, les dispara a quemarropa, y
se marcha a cara descubierta.
Nadie se atrevía a seguirles.
Están también los atentados que
la sociedad consideraba entonces
‘errores’: el del niño que le da una
patada a la bolsa de deportes en
la que ETA ha olvidado una bomba.
Fue el primer niño asesinado
por la banda. La lógica terrorista
parecía tener secuestrado hasta
el lenguaje de los medios de comunicación,
porque cuando ETA asesinaba
a un civil se le buscaba la
‘causa’: «Tenía amistad con policías
», o «era de ideología derechista
», concluían las noticias.
Eran frecuentes las declaraciones
de familiares diciendo que ETA «se había equivocado», porque su
allegado no tenía ideas políticas.
¡Como si no se equivocara siempre!
Una decena de emigrantes
extremeños –un comerciante, un
taxista, dos parados, un chatarrero,
un conserje–, fueron asesinados
sin ‘explicación’ aparente.
Pero, de inmediato, caía sobre
ellos el baldón del ‘por algo será’,
o ‘algo habrán hecho’. La sociedad
de esos años, aquejada de un
agudo síndrome de Estocolmo,
daba por buena la sentencia de
muerte dictada por los terroristas
y convertía en sospechosa a la
víctima.
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